yo, de pequeña, quise ser gimnasta.
aún me gustaría poder hacer algún que otro equilibrio, pasear con mis empeines perfectamente estirados por barras imposibles, como si no tuviese peso, como si la gravedad no tuviera ningún poder sobre mí.
adiviné, quizá mostrando en un chispazo cierta clarividencia, que llegaría un momento en el que no querría crecer. quería entonces mantener mi cuerpo menudo y fibroso, escueto, como los de esas pequeñas atletas. quería poder saltar, hacer mortales hacia atrás y hacia adelante, con mi pelo rebelde sometido a la disciplina de la coleta y las horquillas. era solo un sueño. no pudo ser. incluso entonces llegué tarde.
ese reloj especial que se pone en marcha con la cadencia de nuestros empeños y que a veces, sí, se detiene. marca la hora de dejar de esperar. de saber mirar la vida a los ojos y no perderse. no perderse.
se acabaron los tiempos de los sueños locos, a no ser que se ingrese en la orden de la santa locura irremediable. se acabaron los tiempos de sentir solo por el gusto de sentir, por hacer uso del músculo cardíaco, sin temer los infartos del desafecto. se acabaron los tiempos de la comunicación, cuando los problemas de los amigos se confundían de veras con los propios y éramos capaces de la mayor generosidad, de escuchar horas y horas. porque disponíamos de esas horas y horas. los tiempos de la amistad y la inocencia. los tiempos de adolecer de todo y andar sobrados de fuerza, sin embargo.
todo eso tuvo que morirse un día, mucho tiempo atrás. sólo es que ahora recibe este planeta la noticia. a años luz de la desilusión, aunque hace tiempo ya que lo intuía. aunque ya estoy alicatada en el presente, instalada en la inestabilidad del realismo. feliz, sí, hasta cierto punto. hoy al fin lo sé.
Ya nunca seré gimnasta.