Hay muchos tipos de cicatrices.
Te lo digo para que no te preguntes más si te he olvidado.
Te lo digo para que no te preguntes más si te he olvidado.
¿Se cansará ella de mirar por la ventana y no ver pasar a nadie? ¿Puede uno saturarse de belleza? ¿Jugará a tratar de ver su casa, la casa de sus padres? ¿Perderá el tiempo ante el espejo? ¿Cómo afectará la gravedad a sus pequeñas, humanas, inconsistencias?
Qué hermoso resulta pensar que lo grande está compuesto por todo lo pequeño.
Qué liberador ser tan pequeño.
La saludo con la mano, aunque no pueda verme.
Hay un río pequeño en el fondo. Desde arriba parece increíble que ese hilo de papel de plata haya sido capaz de disparar todos los cañones. Tiene agua dulce, en él no encontrará nadie ninguna caracola. Nadie arrullará olas del mar, ni creará la ilusión de que existe algo más grande.
El sustrato era maleable. Todos empezamos siendo niños y desde entonces las palabras se clavan como arados en la carne. Y todo el resto de lo que somos es el hueco, el aire, ese limbo de los besos no dados, del amor inédito. Hoy miro desde lo alto todo ese paisaje. También la tristeza morirá el día del viaje. Quizá merezca la pena hacer un ejercicio de autocartografía, tratar de poner nombres, y entregar el mapa. Por si algún día existe una biblioteca de verdad de humanidades. Quizá haya alguien con ganas de ver, de verme, de emplear sus ojos. De divertirse. Reconozco en las aguas ridículas del río todas las preguntas, todos los sabotajes. Todas las mentiras. Todas las mentiras que he creído una a una. De repente siento ganas de desmontarlas, de hacer mío ese paisaje. De armar el Belén.
Y ponerle una presa al puto río. Hacer un embalse enorme, un pantano donde puedan bañarse las princesas. Y un puente romano, que estoy hasta el moño de mojarme los pies al vadearlo. Plantar césped artificial en cualquiera de sus lindes arcillosas. Y una decena de ovejas que pasten sin cuidado, y seis patos amarillos fuera del agua, del mismo tamaño que las ovejas. Porque nunca hay la misma escala para todos, al fin lo sé, y aquí la verosimilitud me trae al pairo. Como la realidad, que es la primera mentirosa. También un cerdo grande que sepa echar las cartas. Y siete reyes magos montados en Ferraris. Los camellos pastan, ríen mirando a Oriente, se ponen de cerveza hasta la chepa. En el pesebre una madre soltera acaba de adoptar a un niño. Y San José, que sabe que es el padre, exhausto después de la cesárea, cae rendido a los pies de la mujer, enamorado, y le dice que en cuanto abran el registro civil le dará su apellido por orden alfabético y todo el amor y el dolor del mundo. Los pastores aplauden y tiran pétalos de rosa. Y aparece una estrella gigante con un telescopio Hubble de la mano. En la cola de la estrella viaja el Halcón Milenario y Han Solo sonríe como solo saben sonreír los sinvergüenzas, abre una ventanilla a golpe manivela y arroja cientos, miles de octavillas. Leia, te amo, dicen. Y Leia que es una lavandera arrodillada al borde del puto río, se pone roja y le odia más que nunca, pero lo saluda con su mano hinchada por el agua, le tira un beso, se conforma. De aquí a cien años, todos calvos, piensa, y me mira, y confiesa que en el fondo también le ama, y que ha visto un vestido precioso de Pronovias. Me dice que ya basta por hoy, que lavará mañana las sábanas que quedan. Y a mí, que ya me vale, poner tan fría el agua del maldito río. Y que está hasta los rodetes de tristezas: que deje de escribir de una vez y que me vaya a la peluquería para estar presentable el día de la boda. Ha invitado a un Jedi que quiere presentarme. Siempre me han excitado los hombres con falda, hábito, abrigo hasta los pies, capa. Y espada. Así que os dejo.