Tanto reír tenía que pasar factura. Una multa cósmica. La sensibilidad. La pérdida. La piel que se hace fina y cala, y duele, y a veces se dobla por la mitad, y luego otra vez, y otra y se esconde en un bolsillo. Cuando se siente inútil. (Por ejemplo, cuando vio que sus manos se alejaban, incapaces de encontrar el tiempo de una caricia). Abandonada.
Hago inventario y entiendo la razón por la que escribo. Y al momento siguiente se me olvida. Para que continúe. Si me muriera hoy mismo, en este instante, quedarían detrás de mí un mosaico de textos en pelotas, cuadernos que habitan los altillos, que encienden los faroles cuando cae la noche. Su luz tiembla bajo el aguacero, pero no se apagan.
Ha llovido este año casi todos los días.Los ojos, cuando están secos, dibujan de verano las hojas de los árboles. Y ven cómo la piel se convierte en una vela, en un lienzo. La hoja en blanco. Se despliega. Sale del bolsillo. Ya no tiene miedo de las manos, quizá las entienda, por exceso, por defecto. Lleva calderilla para pagar sus multas. Cuadernos y faroles. Deja que la brisa la acaricie. El huracán, otra epidermis. Ya no le teme ni siquiera al llanto.