A lo lejos, casi señalado por el alerón de la avioneta, el Mont Blanc y sus nieves cuasieternas lo observan todo.
Ayer Carlos Sastre ganó en el Alpe d´Huez. Coronó la cima subido en su bicicleta, con una cadencia vigorososa, regular, casi serena, instalada en el sufrimiento, en el sacrificio.
Quizá los ejemplos del deporte se han convertido en la épica de andar por casa, en las únicas gestas que podemos llevarnos a la boca los hambrientos. Los que necesitamos ejemplos tangibles para motivarnos. Los que necesitamos creer que si existe es que es posible.
Hubo una época en la que soñé con ser montañera, aunque nunca supe qué significaba eso. Huelga decir que apenas logré salir al monte un par de días. Me conformaba porque salía a la calle y estaba en la montaña; porque miraba por la ventana y podía ver las cumbres.
Ahora, mientras observo sin verlo el tráfico en mi calle, mientras los cláxones me sacan del ensueño (y de quicio), sólo puedo recordar que el Alpe d´Huez estaba a menos de cincuenta kilómetros de donde residía. Y que no subí. Ni siquiera en coche. Aunque me regalaran verlo desde el aire.
Esta silla incómoda se ha convertido en el paradigma del sacrificio. Y del placer. Hay cumbres llanas que sólo se logran a base de sacrificio. Y ascensiones que nos llevan al abismo. Sin bicicleta, sin una sola cuesta. El secreto está en querer hacerlo. En contemplar los logros y robar la cadencia de la lucha, instalarla como un marcapasos. Aceptar de una vez que, si no, no tendrá sentido.
Nunca fue más fácil que ahora.