Ella veía la película desde la fila tres, hundida en el asiento,
abrazada a su bolso, los ojos como platos. El hombre del traje a medida, de pronto, detuvo su carrera. Alargó la
mano y la metió en su llaga. Luego alzó la ceja, sonrió apenas, y
siguió adelante, pistola en mano. Ella, sin aliento, comprobó la sangre que brotaba
de la herida.
Con los títulos de crédito paseando por su cuerpo, enfiló la
salida. Todavía sangraba. Conocía esa herida, por eso no se asustó.
Ni siquiera cuando al llegar al portal de su casa le vio allí, en
pie, con su gorro de lana. ¿Cuántos años habían pasado? Ninguno,
sonrió. Él nunca fue a esperarla. Solo en su fantasía. Lo miró y
decidió que nadaría. El beso fue eterno, de carne y labio, húmedo
de lenguas, sin cuidado ni oxígeno. Eterno como el deseo, como todo
lo que fue, lo que nunca será, lo imaginado. El amor, el amor. Lo
amado. Volvió a mirar sus ojos que nunca estuvieron, que nunca se
marcharon. Comprendió que no valía de nada resistirse. Se cogieron
las manos, entraron en el piso. Tropezaron mil veces con las mismas
sábanas. Y ya no era él, era todos los otros y era el mismo. El de
hoy, el que se fue ayer, el que siempre regresa. Porque el amor es, y
punto. El dinosaurio, Werther, Einstein descubriendo los dobleces del
tiempo. El genio encerrado en una botella.
El hombre del traje a medida separa las piernas, se planta en la proa
de un barco para mirar el puerto que se acerca. La brisa en su
rostro, eternamente. Ella abrazó el bolso con más fuerza, para que
contuviera la hemorragia.