La despertaron dos toques en la puerta de su dormitorio. Toques de nudillos desnudos, casi tímidos. Era de madrugada y estaba sola en casa. Seguramente había sido un sueño, pero no era capaz de discernir muy bien si acaso estaba despierta antes o lo estaba entonces. Desde que él se fue, guardaba las tijeras en el cajón de la mesita de noche. Cuántas precauciones para no querer vivir, pensaba. El caso es que ahí estaban: solo tenía que alargar la mano y cogerlas. Pero eso haría algo de ruido, así que decidió no moverse, esperar. Respirar tan quedo que le pareció que no respiraba. El corazón le latía en las orejas. ¿Cuánto tiempo tendría que estar así? Pensó que era tonta, que debería salir de la cama, abrir la puerta y echar un vistazo por el piso. Él lo habría hecho, se habría levantado de un salto. Total, seguro que todo estaba en su sitio, que no era más que una mala pasada de su imaginación. Tres vodkas, demasiadas lágrimas y ahí tenía el resultado. ¿Por qué sería tan cobarde? Quizá todo habría sido diferente si hubiera sido ella, si cuando lo supo todo hubiera terminado con él. Si no hubiera esperado que la eligiera a ella.
Ser valiente. ¿Qué podía haber ahí fuera, en el pasillo? Nada. Solo su propio miedo. Contó hasta diez. Despacio, se tumbó sobre el costado izquierdo y dejó poco a poco que saliera el aire de sus pulmones. Y después inspiró con confianza, escuchándose. Al menos volvía a sentir aquella tranquilizadora cadencia. Sístole, diástole. Ya no tenía ganas de seguir rezando para que la muerte fuera a buscarla y terminara con su sufrimiento. La expiación. Voy a hacerlo, se dijo, me incorporaré, encenderé la luz y saldré a mirar. Cogeré las tijeras, si eso me da confianza. Y luego regresaré a la cama y dormiré bien el resto de la noche. Y, a partir de ahora, todas las demás noches. Entonces, de nuevo, con nudillos desnudos, casi tímidos, llamaron a la puerta.