Lo confieso: yo también he creído que la decepción me pertenecía.
No como una posesión, solo como un hábito, uno malo, como cuando
fumaba y pensaba que era más fácil dejar de fumar si durante el
proceso podía seguir fumando. Yo también he estado segura de que me
quedaba coja si alguien decidía que yo le estorbaba para andar. Yo
también he tenido que sentirme deprimida, mientras me sentaba a
pleno sol a esperar al último autobús del equilibrio.
A veces me aferro a los lamentos, recuerdo los prodigios del
desastre, me demoro en los jardines marchitos de lo que pudo ser.
Discuto con las sombras, le quito la razón a los fantasmas, a
personas que no están, mientras repaso con la bayeta los azulejos
limpios de ayer y me empeño en llorar y en sentirme como si esta
aflicción fuera a durar siempre, como si no me fuera a marchar un
día, como si de verdad tuviera importancia lo que esperaba antes de
que sucediera lo que quiera que haya sucedido. Los argumentos a solas
siempre tienen sentido, aunque nadie los rebata; siempre parecen
coherentes. Y lo sigo creyendo a pies juntillas, aunque las pocas
veces que los he sacado a pasear con sus collares, haya vuelto
arrastrando cadenas vacías.
Seguro que conocéis la sensación. El mejor momento es cuando
decidimos que la culpa es del otro. Que merece nuestro castigo: el
silencio agresivo, el conflicto armado, la ceja levantada y la ironía
en ristre. Ese es el mejor momento, sí: cuando nos convencemos de
que fue el otro quien instaló en nuestra cabeza el enorme castillo
hinchable, con sus torreones, y el foso y los cocodrilos, y una
princesa con los ojos de aquella muñeca que amamos a los seis
años... para que le tire la trenza y que así suba a rescatarnos de
nuestro aburrimiento de nosotros mismos.
Me pregunto qué pasaría si me limitara a dejar que cada día
trajese su afán. Si no inventara tramas y dejara que cada personaje
me fuera contando su verdad mientras camina, en lugar de
preseleccionar la verdad que me convenga. Si aceptara el cambio, la
pérdida, la soledad, las elecciones. Aceptar. Si le mirara a los
ojos al minuto y respondiera con la sinceridad y el calor y la
picardía que solo son posibles cuando se acepta. Cuando no se
anticipa. Cuando uno se instala bien firme en el centro mismo de
quienes somos, ese único lugar desde donde es posible ver a los
otros en el interior de la burbuja del nivel. Vertical u horizontal,
pero aún vivos.