Una vez hubo pasado el fuego, todo en el lugar quedó en su sitio.
Las piedras, negras de humo. Los árboles, aún en pie, gruesos
trazos de carboncillo sobre el papel del paisaje. Las ramas, las
hojas supervivientes, como una red de finas trabéculas en equilibrio
inestable. Pronto dejó de salir humo del suelo, y se marcharon
todos: los bomberos, los amigos, los últimos ancianos del lugar. Los ánimales se habían ido ya con
las primeras llamas. Ni un pájaro, ni un insecto volador. Las arañas
al fin fundidas en materia con sus telas. Los gusanos en lo más
hondo, cavando. Un silencio mineral atrapó los espacios en blanco,
el cielo, la arena calcinada, el suelo lleno de cristales. Todo lo que el dolorido viento se permitía era caracolear a ras de suelo, apenas mover las cenizas de sitio. El tiempo
empezaba a rizar y a teñir de sepia los bordes.
Entonces apareciste.
Y soplaste, con toda la capacidad de tus pulmones.