martes, 7 de agosto de 2012

AGOSTO


Me gusta Madrid en agosto. Esos huecos que dejan las personas, a los que sé que no debo apegarme, porque llegará septiembre y sus proyectos. El silencio a medias de los coches ausentes. Las calles despobladas a la hora de la siesta. El asfalto reverberando a lo lejos, casi en Cuatro caminos. Y mis pasos. Cada vez más firmes, más livianos. Porque resulta que es posible caminar sobre este suelo subatómico hecho de vacíos. Pasar de puntillas por los lugares hostiles a los que no pertenezco. Respetar el ansia de los depredadores, por los días en los que esta pantera temía conciliar los sueños, por caerse de la rama, dar con su cuerpo sobre el suelo recio y sufrir por el sufrimiento de creer verse a sí misma, rota, repartida en cada uno de los mil cristales negros. (¿En cuál de las partes de la pantera se halla la esencia, el alma misma, de la pantera? ¿En la astucia, en las zarpas, en el ojo izquierdo, en la cola, en la velocidad, en el silencio?)
Madrid en agosto puede aparcar en cualquier sitio su vocación de selva y abrirse en bulevares con bancos a la sombra. Puede obrar el milagro de la calma. Y hasta los barrenderos podrían dejar de poner el ser en sus escobas, aunque siguieran un poco enfadados con los perros y sus dueños.