Me gusta Madrid en agosto. Esos huecos que dejan las personas, a los
que sé que no debo apegarme, porque llegará septiembre y sus
proyectos. El silencio a medias de los coches ausentes. Las calles
despobladas a la hora de la siesta. El asfalto reverberando a lo
lejos, casi en Cuatro caminos. Y mis pasos. Cada vez más firmes, más
livianos. Porque resulta que es posible caminar sobre este suelo
subatómico hecho de vacíos. Pasar de puntillas por los lugares
hostiles a los que no pertenezco. Respetar el ansia de los
depredadores, por los días en los que esta pantera temía conciliar
los sueños, por caerse de la rama, dar con su cuerpo sobre el suelo
recio y sufrir por el sufrimiento de creer verse a sí misma, rota,
repartida en cada uno de los mil cristales negros. (¿En cuál de las
partes de la pantera se halla la esencia, el alma misma, de la
pantera? ¿En la astucia, en las zarpas, en el ojo izquierdo, en la
cola, en la velocidad, en el silencio?)
Madrid en agosto puede aparcar en cualquier sitio su vocación de
selva y abrirse en bulevares con bancos a la sombra. Puede obrar el
milagro de la calma. Y hasta los barrenderos podrían dejar de poner el ser en
sus escobas, aunque siguieran un poco enfadados con los perros y sus
dueños.