lunes, 23 de junio de 2008

cansancios

había escrito una larga lista, un inventario de todos mis cansancios y he decidido borrarla, como quien renuncia a nombrar la soga en la casa del ahorcado. no lo he hecho por cobardía, sino porque me he dado cuenta de que no me importaban ni siquiera a mí.
todos pasamos por momentos de cansancio. qué hay de nuevo en eso. nada.
tampoco es que haya siempre que ser original. ni perfecto. ni interesante. ni bello.
bastaría con ser humano a cada paso.

eso, precisamente eso, es lo que echo de menos.
un poco más de humanidad en las miradas.
alguien que se tome la molestia de dar con la palabra mágica que abra el caudal del resto de palabras.
ese interés que me haga ser más justa. menos necia. más realista.
más humana.

jueves, 12 de junio de 2008

LIBROS

No pueden sustituir a la vida, a la textura de los objetos en nuestras manos, al calor de una conversación apacible e intensa.
Al cuerpo dolorido y al ánimo satisfecho después de un día de trabajo provechoso.
Al asombro del paisaje descubierto por los ojos, a la brisa del mar en el rostro, a adormecerse escuchando la cadencia de las olas.
Al amigo paciente y generoso, dispuesto a escuchar y a compartir.
Al sudor, a los besos, al olor de las pieles fundidas.
A la paella de la madre los domingos.

Y sin embargo
ellos permanecerán
ajenos a la traición y al cambio.
Cuando todos se hayan marchado
y al fin la noche gane.
Le harán un corte de mangas a Heráclito
desde los anaqueles.
Y volverán a ofrecerse una y mil veces
para mitigar este desasosiego.

domingo, 1 de junio de 2008

MADRID. LINEA 6. SÁBADO NOCHE

Toda la tarde trabajando. Me duelen las piernas. Son las diez y cuarto de la noche. Quiero llegar a casa. Hay una pareja apoyada en la barandilla de la boca de metro. se besan. Ella pone la mano sobre la entrepierna de él y alza la cabeza, mira alrededor, busca una mirada que prenda la cerilla. "¿Y tú qué coño miras?", oigo antes de entrar en el vestíbulo.

Diez minutos de reloj en el andén. Al fin llega el tren. Los cristales de la puerta primer vagón están hechos pedazos que tapizan el suelo. Dentro, pisándolos, hay un grupo de adolescentes. Pantalones caídos, gorras del revés. Discuten a voces. Hay un vacío entre ellos y el resto de gente, apiñada al fondo del vagón. Varias personas entramos. Huele a miedo. "Señores viajeros: este tren debe ser desalojado por actos vandálicos." El rebaño sale al andén, asustado, sin orden. Una mujer sudamericana llora: lleva un bebé de días entre los brazos.

Cambio de rumbo: linea 6, andén 1. Saco el mp3. Llega el tren. Por lo menos me puedo sentar: me duelen mucho las piernas. Un hombre se sienta justo enfrente de mí. Oigo su voz por encima de Marlango. "Todos los fines de semana hay alguno...". Miro de reojo a los pocos viajeros de alrededor. Todos se hacen los despistados. El hombre habla, necesita más hablar que encontrar a alguien que lo escuche. No puedo evitar oirle. Tal vez, le escucho."Era muy joven, se sujetaba las tripas, para que no se le saliera la sangre. Enseguida ha llegado el samur. Todos los fines de semana lo mismo...". Un chico le pregunta algo. El hombre lo mira, se dirige a él, pero su tono de voz no cambia lo más mínimo. "Mano dura: hace falta mano dura. Al pobre chaval se le salían las tripas..." Mira al frente, sin ver, con unos enormes ojos azules. Lleva una pesada esclava de oro en la muñeca y un enorme sello, también de oro, en el dedo corazón. Miro su reloj plateado en la muñeca izquierda. y me choca poder leer la hora perfectamente desde donde estoy. Las diez cuarenta. Lleva el reloj puesto del revés.

Un trasbordo. Llego al nuevo andén. El panel me informa de que aún faltan siete minutos para que llegue el siguiente tren. Me pesan las piernas. La espalda gime. Enfrente, en el andén opuesto, hay una mujer sentada en el banco de piedra. Tendrá unos sesenta años. Arruga la cara de repente. Inclina la cabeza hacia la derecha, en un espasmo rápido, mientras arruga la cara por completo. Una y otra vez. Siempre hacia la derecha, casi toca el hombro con la oreja. Apenas ha enderezado el cuello cuando de nuevo la sacude la contracción. Una chica se sienta a su lado. La mira de reojo. Se levanta y camina hacia la cabecera del andén. Llega mi tren. Consigo sentarme también esta vez. Voces al fondo del vagón. Siete u ocho chicos. Camisas de rayas con cuellos blancos. Altos, afeitados. Universitarios. Uno de ellos levanta una botella de cacique y nos la muestra, nos brinda la faena. Ríen en voz alta. Hablan. Sus palabras son ininteligibles para mí, pero ellos parecen entenderse. Es como si hablaran en otro idioma, uno que suena a castellano, pero que yo desconozco. Se bajan todos en tropel y festejan desde fuera la partida del tren, miran hacia dentro y nos hacen gestos. Cantan. Gritan. No conozco su idioma.
Camino hasta mi casa. Las rodillas me chirrían. La calle parece desierta. Oigo pasos detrás. No me atrevo a volver la cabeza. Acelero. Mis piernas responden, son fieles. También tienen miedo. Los pasos me adelantan. Su dueño se gira para mirarme. Una mirada subrepticia. Desacelero. No hay escaparates en los que detenerse. Una mujer en zapatillas de felpa pasea a un perro. "No chupes eso, ¿no ves que está sucio, mi amor?", oigo que le dice.
Llego al portal. respiro. El aire me huele conocido. Me estremezco. Cierro mi puerta. Echo el cerrojo, la cadena. Vuelvo a respirar. Las piernas callan. No sé qué es lo que me duele.