martes, 25 de agosto de 2009

MI LIBRO DE ALMÁSY




Siempre me gustó el conde Almásy, de El paciente inglés.

Tan distante, tan circunspecto, como si estuviera siempre agraviado, como si nunca llegara a disfrutar con nada. Pero con una pulsión de vida recóndita, superior a él mismo, que le obliga a canturrear sin darse cuenta, todo el tiempo. Una pulsión evidente para quien se tome la molestia de mirarle más adentro. Impecable con su camisa blanca, bello, perfectamente masculino.

Me gustan Almásy y sus nadadores. Almásy hablando de los vientos, desbordado por K. Tomando posesión de una minúscula parcela del cuerpo amado, del universo entero. Almásy y su ira por la derrota. ...Y sus lágrimas al comprender que no había entendido nada, justo cuando se había agotado el tiempo.

Pero lo que más me gustado siempre de Almásy es su libro. No Heródoto en sí, sino lo que significaba. Un libro. La fidelidad. Un libro que te presta sus páginas ya impresas para que traces los mapas en ellas, para que escribas en él tu salmodia, una inicial o el nombre entero, una y mil veces. El libro en el que guardar los secretos, envolturas de caramelo, entradas de cine. El libro salvador que te lleve en volandas con sus manos de tinta a otros mundos más soportables, que te abra la mente. O que estrangule con esas mismas manos al tiempo asesino de la ausencia.


Desde entonces, antes de abrir un nuevo libro me pregunto si será el libro. Mi libro. Si lo habré encontrado. O si me habrá encontrado él a mí, más bien. El libro de Almásy. Inagotable en sí. Un libro que sea yo sin serlo, al que confiar mi silencio, al que ligar mi destino. Una quimera.

Han sido tantos años de búsqueda que ahora, que acaricio las tapas de éste, que hundo la nariz entre sus hojas y escucho, como si no fuera mío, un canturreo que viene de lejos, y siento temblar las hojas de mis ramas más altas, ahora, decía, me entran dudas. Y tengo miedo de este espejo. De la sensación de que nos conocemos desde siempre. Quizá porque intuyo que es inagotable. Y también que le gusta guardarme los secretos.
Puede que le pregunte qué se hace con las dudas. Con el desbordamiento. Con el miedo. A él. O quizás al mismo Almásy. Estoy segura que su voz de pulmones quemados me diría que no hay nada que temer. Que pruebe a buscar las respuestas en sus páginas. O algo parecido.

martes, 11 de agosto de 2009

COLEGIO

No sé resolver estas ecuaciones.
Emborrono los cuadernos. Lo intento, vuelvo sobre ello, borro con ímpetu, con todo lo que tengo. El papel cuadriculado se va afinando: es casi transparente en algunos sitios. En otros ya no es, o es agujeros. Respiro las virutas. Estornudo.
Cada error ha dejado su rastro de grafito, milimétricas torres de Pisa. Número sobre número. Ya nada es legible. Muerdo el lápiz. Se hace de noche y persevero, sentada a la mesa de la cocina, bajo la tenue luz de aquel primer flexo, que era rojo y olía a plástico quemado. Copio de nuevo el enunciado en una hoja limpia. No me llegan los pies al suelo. El castaño de indias, frente a la ventana, amarillea.
Pido ayuda con mi misma torpeza de calculadora. Lanzo la petición al aire, cruzo los dedos, espero. Borro otra vez. Vuelvo a estornudar. Desenrollo el cable del teléfono. Y de repente me pregunto si es preciso, si necesito saber la solución de este problema. Si no puedo pasar al siguiente, confesarme incapaz, asumir el fracaso. Recoger las virutas hasta juntar otra goma, darle aliento y conseguir que palpite de nuevo. Me pregunto a quién se le ocurrió esa ecuación de 36,5 grados. Quién la incluyó entre mis deberes. Si yo soy de letras puras, después de todo. Latín e Historia del Arte. Qué hago aquí sentada, pastoreando números rebeldes, aullándole a la luna. Por qué me resulta imposible renunciar a lo imposible.

jueves, 6 de agosto de 2009

VASOS VACIOS



La tomo de la mano. La niña que fui le teme a los fantasmas. La invito a entrar en la oscuridad. A desaprender. Según avanzamos, todo se aclara. Luz. No existe el miedo. Las dos tenemos que desaprenderlo. Aprender la generosidad, un amor que nada tiene que ver con el sentimentalismo, ni con la cobardía, sino con lo necesario, con dar, con comportarse como un ser humano. Nada más. No todo está perdido. Desaprender el miedo, el egoísmo. Y remar. Su remo en el mío. Remar.
A veces en mares de lágrimas. A veces en vasos vacíos.