Me cuesta escribir, lo mismo que me cuesta hablar. Como si en el silencio se encontrara el núcleo de la fortaleza. Como si al cerrar los labios pudiera lograr sellar los resquicios, convertirme en bloque, ajeno a la debilidad, a la realidad tan sólida como falsa. Y a la soledad inmensa de la mirada equivocada.
Al final todos mis caminos me llevan al mismo sitio. Qué fácil sería si fuera posible. Acabar con él, maldito ego, terminar con su servidumbre, con las necesidades impertinentes que nos crea, el invisible, el traidor. Qué fácil sería poder machacarlo con un mortero; o verlo claro, saber sonreírle y mirarle a los ojos y darle un beso. No dejarse llevar por su ansia de querer auparse por encima, por encima de un mundo que no existe, por encima de fragmentos que no hace sino formar cosas que no existen tampoco, deseos, deseos, deseos. Humo. Miedo. Recelos.
Qué fácil si contáramos con el antídoto perfecto, la compasión redonda, la que hace de los seres otra cosa, amable, frágil, delicada a nuestros ojos.
Qué fácil, si no fuera tan difícil.Que fácil si no doliera, a cada paso, cada centímetro de universo que se expande, se separa.