Para G
Entonces yo tenía dieciséis años y la sensación de que la vida era otra cosa, un inmenso París, inagotable. Sin embargo el mundo se enrosca cada vez más en el diminuto plano de esta aldea. Cada vez más pequeña. Las calles son de piedra y los pasos resuenan en ella igual que resonarían en Comala, cuando cae la noche y ya no hay gente. Entonces, mis dieciséis años no se detenían a contar las pisadas sobre su pavimento, no las clasificaban, aún no sabían lo que era echar de menos. Entonces elegía las sendas de extravío, las calles angostas, hechas de peldaños, siempre en cuesta. No me daban miedo las farolas ciegas.
No ha sido hasta hace poco que he sabido que esas calles no me llevarían nunca a casa. Que esas calles suelen terminar en ningún sitio. Ahora que lo sé trato de desandar lo que ya no es desandable, porque no me creo que todo lo que es esté sin más a la vista de los ojos.
Por eso,
aquí te dejo mi reguero de palabras, el único camino que termina en el mismo centro de mi casa. Y así te digo que tú eras una avenida amplia y desahogada, un bulevar con plátanos de sombra, fuentes para beber y bancos para sentarse y hacer tiempo. Te lo digo por si algo se pone en movimiento, y encuentras este rastro, y estas migas tardías logran hacer las veces de puntos de sutura, que restañen tu herida de entonces desde ahora, desde las manos de mis dieciséis años. Con el dolor, y el amor, y mis ojos de ahora.
Entonces yo tenía dieciséis años y la sensación de que la vida era otra cosa, un inmenso París, inagotable. Sin embargo el mundo se enrosca cada vez más en el diminuto plano de esta aldea. Cada vez más pequeña. Las calles son de piedra y los pasos resuenan en ella igual que resonarían en Comala, cuando cae la noche y ya no hay gente. Entonces, mis dieciséis años no se detenían a contar las pisadas sobre su pavimento, no las clasificaban, aún no sabían lo que era echar de menos. Entonces elegía las sendas de extravío, las calles angostas, hechas de peldaños, siempre en cuesta. No me daban miedo las farolas ciegas.
No ha sido hasta hace poco que he sabido que esas calles no me llevarían nunca a casa. Que esas calles suelen terminar en ningún sitio. Ahora que lo sé trato de desandar lo que ya no es desandable, porque no me creo que todo lo que es esté sin más a la vista de los ojos.
Por eso,
aquí te dejo mi reguero de palabras, el único camino que termina en el mismo centro de mi casa. Y así te digo que tú eras una avenida amplia y desahogada, un bulevar con plátanos de sombra, fuentes para beber y bancos para sentarse y hacer tiempo. Te lo digo por si algo se pone en movimiento, y encuentras este rastro, y estas migas tardías logran hacer las veces de puntos de sutura, que restañen tu herida de entonces desde ahora, desde las manos de mis dieciséis años. Con el dolor, y el amor, y mis ojos de ahora.