La muerte de Delibes me impresiona más con el paso de las horas. No por el hecho, triste, inevitable, sino por el contraste. Por los testimonios de su vida que me han ido llegando de diferentes medios. O sus propias palabras: un humano que no considera su vida tan interesante como para escribir su biografía. Seré muy simple, pero a mí eso me parece extraordinario. Con lo que yoyeamos todos. Incluso los que sabemos que nuestras vidas son poco interesantes. En fin. A lo que iba: Un escritor que declaraba que no quería “estirar por oficio el número de mis novelas”. Eso para mí es una declaración de amor genuino. Y de respeto: hacia sí mismo, hacia la literatura. Ganas me han dado de escribirla –literatura- con mayúsculas. Quizá por honrarle a él, a Delibes, y a sus novelas que son espejos, espejos que nos muestran sin intermediarios esa realidad de la ficción; espejos que enseñan, pero sin subtítulos. Al contrario. Carne cruda. Y los espejos de todos es sabido que no hacen concesiones a nadie. Ni a los pobres lectores, que buscamos, quizá con avidez, en la ficción alguna pista para entender el mundo. Cuanto menos a quienes le leemos con afán de aprender, de pillarle en un renuncio, de darle la vuelta al tapiz para desentrañar los caminos de sus hilos. Para nosotros no hay ni concesión, ni piedad. Ni burladeros. Sólo la necesidad de admirar la herramienta precisa, la mirada certera. Y el compromiso de aprender de la generosidad, la honestidad incuestionable de este escritor, y, me atrevería a decir, del hombre.
Escribo esto y me siento un poco presuntuosa, incapaz de maquillar la vanidad cautiva en mis sentimientos, en mi tardío descubrimiento. Y si lo vuelco aquí es porque yo pienso un poco como Menchu, en Cinco horas con Mario: “(...)si las palabras no se las dices a nadie no son nada, botarate, como ruidos, a ver, o como garabatos, tú dirás. ¡Benditas palabras (...)!”