Hace ya tres años. Cuesta pensar que sirve la misma medida para contar el tiempo de la ausencia. Sesenta segundos por minuto, sesenta minutos por hora...El contador parece detenerse con las lágrimas, o cuando se ralentiza la respiración.
Creo que era un jueves. Desde bien temprano, las mismas imágenes desde la pantalla de la tele.
Y ese hueco que se abría camino sustituyendo a la carne, impidiendo que pasara hasta el café.
Cada bien poco, cambiaba el número de víctimas. Recuerdo que eran veintiuna en el primer recuento que escuché. Y me pareció una enormidad.
Un par de horas pegada al receptor. Estupefacta, desolada. Luego la vida sigue. Y me había quedado sin leche. Bajé a hacer la compra. La gente había salido de las tiendas, de las oficinas cercanas. Estaban ahí, parados, en pie en mitad de la fría mañana. Sin hablarse.
Como sombras, yo y otros como yo, sólo personas, recorríamos los pasillos del supermercado, mirando los lineales. Creo que sin verlos del todo bien. A tientas. Ese nudo en el estómago no cedía con el movimiento. Y el hueco seguía creciendo dentro, más y más.
Me detuve. No sabía qué era, pero notaba cambiado algo en aquel espacio tan común. La gente hablaba en susurros. Se masticaba el vacío.
Me di cuenta al poco. Habían quitado el hilo musical. Sólo se podía escuchar el ruido de los propios engranajes. El "bip" de la caja al leer los códigos de barras. El arrastrar metálico de los carritos, tan vacíos como nuestros ojos, aquella mañana, como la esperanza. Ruido interno, insoportable.
Quitamos estímulos con la triste intención de no sobresaturar nuestros sentidos, tal vez.
Y ni siquiera el silencio, tres años después, logra mitigar el desasosiego. No hablaré ya de la pena.
2 comentarios:
Poco más se puede y puedo decir de esa fecha hace tres años. Es una de las cosas que tiene la crueldad sin sentido, el odio inhumano, o mejor dicho, entre los humanos, que nos deja sin palabras, sin explicaciones, sin apenas esperanza. Hace tres años dejamos de verlo a través de la tele,a miles de kilómetros de distancia, para sufrirlo, de una u otra forma en nuestras propias carnes o en el alma de seres tan cercanos y conocidos que podríamos haber sido cada uno de nosotros. Unos se fueron, otros quedaron marcados para siempre y muchos otros tienen que vivir cada día con la amargura de una pérdida incomprensible y totalmente inesperada. Los que podemos recordar aquello desde el sofá de nuestro salón, a través de los medios, los que conocemos datos como que aún hay una persona en coma tres años después, sólo podemos compartir nuestro silencioso apoyo, nuestra simpatía, nuestro deseo de que no se vuelva a repetir en ningún lugar del mundo, para que no tengamos que rememorar, ni "celebrar" aniversarios ni medios aniversarios de desgracias en nuestro país ni en ningún otro, en las que, en cualquier caso, sufren seres humanos de todo tipo y condición.
Más allá de la tristeza y el pesar solidarios por un hecho que trasciende mi pequeño universo personal, para mí, el 11M de este año ha sido también una fecha significativa, no tanto como recuerdo de otra fecha dura y dolorosa que marcó mi vida hace exactamente medio año, sino como referencia temporal, y puede que límite (aunque a mí se me había pasado por alto), para una situación complicada que tal vez ya no pueda mejorar.
En cualquier caso, no sé si por miedo, cobardía, egocentrismo, superficialidad, sabiduría, entereza o vete tú a saber por qué razón insospechada, este 11M me he sorprendido a mí misma viendo los reportajes de familias destrozadas que no pueden seguir adelante, que no saben mirar hacia el futuro, que siguen sin poder dormir, que no paran de llorar, que no guardan el recuerdo entrañable del familiar desaparecido que calienta el corazón, sino el dolor desgarrado por la vida que se arrebató salvajemente y la separación obligada y definitiva. Me he sorprendido a mí misma escuchando los testimonios y pensando que, frente al dolor, la tristeza, el miedo a ese vacío que ahora nos abraza con fuerza, hay que creer que si nuestro corazón sigue latiendo es porque hay una razón que no podemos pasar por alto. Aunque no podamos vivir sin nuestros seres más queridos y hayan desaparecido de nuestro lado de una forma incomprensible y cruel, deberíamos intentar plantearnos si ellos lloran ahora como nosotros, si les gustaría ver cómo nos rendimos y dejamos que nuestra vida pierda aún más su sentido. Ante la muerte, la enfermedad, el dolor, el sufrimiento...no apetece seguir caminando, no apetece esforzarse. Pero estoy segura que cada una de las víctimas del 11M, del 11S, del 7J, de ETA y de cualquier otro atentado o muerte cruel e injustificada agradecería, mucho más que flores, música, minutos de silencio y monumentos, una nueva sonrisa de sus familiares, una nueva ilusión de sus padres, hermanos, maridos, esposas, amigos... en la vida que para ellos aún sigue. Creo que nuestro mejor homenaje sería hacer de cada minuto de vida que nos queda algo que merezca la pena contar cuando volvamos a reunirnos con ellos.
Gracias por tus palabras, Palo. Las suscribo totalmente.
UN beso graaande.
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